En aquella época tenía por costumbre ir cada día a casa de
mi abuela que vivía cerca del cole. Me tenía preparaba la merienda, siempre de
mi agrado: pan con chocolate o con mermelada, bizcocho casero, flanes...y para
rematar, alguna golosina. Allí esperaba a que viniera mi madre a recogerme
cuando saliera del trabajo.
Aquel día no llegué a tiempo a su piso —un cuarto sin
ascensor— y me meé por el camino. Al verme todo avergonzado y con su dulzura
habitual me mandó quitar la ropa, luego me dejo un calzoncillo que había
pertenecido al abuelo y lavó mi pantalón corto que colgó en el tendal. Observé
un rato como goteaba y me fijé en las pinzas dispuestas en las cuerdas;
parecían notas de colores en un pentagrama, la partitura de una melodía alegre.
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