En la
charca, cerca de la casa de la bruja, las ranas vivían felices. De
vez en cuando, eso sí, desaparecía algún sapo que inevitablemente
acababa en una olla como ingrediente de un cierto mejunje. Hasta que
un buen día llegó su nieta, una aprendiz de bruja, un poco mandona,
caprichosa y muy consentida por su abuela.
A partir
de entonces, empezaron a desaparecer los animalillos del bosque; en
su lugar surgían esperpentos, a cada cuales más terribles. La niña
iba por allí ensayando sus conjuros sin preocuparse de los
resultados.
Las
ranas temblaban y se refugiaban entre las hierbas altas o bien en lo
más profundo del estanque, pues encontrándose tan cerca de la
vivienda eran muchas veces el punto de mira de la tremenda niña. De
hecho a dos ranas que se atrevieron a saltar fuera para mudarse de
charca las pilló transformándolas una en un tope de puerta de
plástico duro y la otra en una pinza para notas de madera. Las dos
monísimas, pero claro, ya no era lo mismo.
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