Foto: Ginette Gilart
CÓMO HACÍAMOS CAFÉ
A mi madre le encantaba el café, el buen café. No compraba
el grano en cualquier sitio, solía ir a Café
Bacquié; como ahora existen casas del té, entonces había casas del café
donde se vendían de todo tipo, en paquetes ya preparados o a granel. Las distintas
clases se exponían en recipientes con un cartel indicando la procedencia: el
arábica de varios países de América Central o del Sur; el robusta de Asia. Ella
solía pedir siempre la misma mezcla que la dependienta conocía muy bien: « ¿Lo
de siempre, verdad?».
Lo molíamos en casa con un viejo molinillo, un artilugio
que se componía de un compartimento abombado donde se colocaba el café en grano
y en la parte inferior un pequeño cajón extraíble donde se recuperaba el
resultado de la molienda. Con mis manitas de niña me costaba girar la manivela
pero me gustaba oír cómo crujían los granos al ser prensados. Luego, con una
mano más enérgica mi madre acababa de moler. Después vertía el café molido en una especie de calcetín de algodón blanco
con mango colocado en una cafetera de metal azul. En él iba echando, poco a
poco y haciendo círculos, agua caliente; la cocina se inundaba, entonces, de su
cálido aroma.
Luego llegaron los molinillos eléctricos y arrinconamos el
viejo, aunque durante mucho tiempo ella conservó la costumbre de “pasar” el
café con “calcetín”.
De ella he heredado el gusto por el café; aunque existen
cafeteras muy modernas que funcionan con cápsulas, yo utilizo la típica
cafetera italiana, me agrada su
particular borboteo y el olor que se desprende.
En cuanto al viejo molinillo adorna mi
cocina y la cafetera azul me sirve de jarrón.
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