Foto: Javi Fields
TIEMPO DE HORROR
Cuando el oficial nazi nos mandó desnudar, nos pusimos a
temblar; no debido al intenso frío que hacía sino por el temor que nos invadió.
A los cinco nos habían sacado del barracón, sospechosos de repartir octavillas
por el campo de internamiento. Desfiló ante nosotros jactándose y mofándose de
nuestros cuerpos esqueléticos y lívidos. Se paró a mi altura, me miró de arriba
abajo y me ordenó ponerme a cuatro patas; como no reaccionaba, me golpeó y
obedecí. Me ató una correa al cuello y me gritó:
—Ahora, ¡ladra! —y me arreó una patada.
— ¡Guau, guau!
—No te oigo, ¡más fuerte! —otra patada.
— ¡GUAU, GUAU!
A carcajadas mandó a los demás volver al barracón. A mí,
después de recorrer el recinto a cuatro patas, me llevó a la caseta del perro.
Me señaló la escudilla repleta de comida.
— ¡Come!, ¡Cómelo todo!
Accedí. Después de tragarme el contenido, me dieron
arcadas. No fue por el alimento en sí, ni por el asqueroso recipiente, sino por
la cantidad muy superior a la que acostumbraba a ingerir. Y vomité. Tuve que
comer mi vómito. En la caseta del perro pasé la noche, y la siguiente, y otras
muchas. Por las mañanas, me sacaba a “pasear” por el patio, para que me vieran
los demás presos. Me mandaba ladrar, tenía prohibido hablar.
Cuando al mes me devolvió al barracón, no me mantenía en
pie; me acogieron mis compañeros, me lavaron y me curaron las heridas.
Por las noches no me acostumbro a dormir en un catre,
duermo en el suelo; cuando sueño, dicen que ladro.
Uff, Ginete, un relato que debería estar escrito, pues narras situaciones que ocurrieron y no debemos olvidar. Estremecedor.
ResponderEliminar